septiembre 21, 2018

Carmen Amaya

Carmen Amaya

Carmen Amaya, Barcelona 1913 – Begur 1963.

 

Bailaora y cantaora. Hija del tocaor El Chino, sobrina de La Faraona, hermana de Paco, Leonor, María, Antonia y Antonio Amaya y casada con Juan Antonio Agüero.

También conocida en sus principios como La Capitana.

Se inició en su arte desde muy niña, acompañada por su padre, y a los seis años de edad, debutaba en el Restaurante Las Siete Puertas de su ciudad natal, para proseguir bailando en la Taberna de El Manquet, en el Chiringuito de La Puerta de la Paz, en el local denominado el Cangrejo Flamenco, en Casa Escaño y en otros lugares barceloneses.

Debutó en París, en el Teatro Palace, donde actuaba Raquel Meller, junto a La Faraona y Carlos Montoya, para volver después a Barcelona y continuar nuevamente en varios escenarios, entre ellos en La Taurina, donde la descubre el critico Sebastián Gasch, que escribe de ella un elogioso artículo.

En 1923, viaja por primera vez a Madrid, para bailar en un local situado en los bajos del Palacio de la Música. Al año siguiente llevó a cabo una gira por diversas ciudades españolas, formando parte de la compañía de Manuel Vallejo.

De nuevo en Barcelona, baila en el Teatro Español, recomendada por José Cepero.

En 1929, figura en el Colmao Villa Rosa, que regentaba, en Barcelona, Miguel Borrull, y, en 1930, actúa en la Exposición Internacional. La contrata el empresario Carcellé y recorre varias capitales, entre ellas San Sebastián, en 1935, presentándola en Madrid Luisita Esteso, durante un espectáculo en el Coliseum.

El mismo año trabaja en los teatros madrileños de La Zarzuela, con Conchita Piquer, Miguel de Molina y otros destacados artistas, y en el Fontalba. También rueda la película La Hija de Juan Simón, con Angelillo, y toma parte en Barcelona en una revista musical. Después de su interpretación en la película María de la O, emprende una gira por provincias en 1936, sorprendiéndole

la guerra civil en Valladolid.

Se traslada a Lisboa, debutando en el Café Arcadia, acompañada por el pianista Manuel García Matos, llevando en su elenco entre otros intérpretes a su padre y al Pelao Viejo.

Viaja seguidamente a Buenos Aires, donde debuta en compañía de Ramón Montoya y Sabicas en el Teatro Maravillas, con un enorme éxito, teniendo que intervenir las fuerzas de orden público, incluso los bomberos, en su segundo día de actuación para mantener el orden en las taquillas.

Después de un año consecutivo en el citado teatro, realizó un recorrido por ciudades del interior de Argentina para retornar a Buenos Aires y al mismo escenario, consumando una temporada de cuatro meses.

Desde 1937 a 1940, se suceden sus actuaciones en Uruguay, Brasil, Chile, Colombia, Venezuela, Argentina, Cuba y Méjico, en cuya capital, en 1940, simultaneaba sus actuaciones en el Teatro Fábregas con las que realizaba en el Tablao El Patio.

Durante esta etapa de su vida artística, en la que une a su grupo artístico a varios miembros de su familia, realizó películas en Buenos Aires junto a Miguel de Molina y fue admirada por los músicos Toscanini y Stokowsky, quienes hicieron de ella públicos elogios.

Se presenta en Nueva York, en 1941, concretamente en el Beach Comba, para pasar al poco tiempo al Carenegie Hall, en unión de Sabicas y Antonio de Triana.

El entonces presidente de los Estados Unidos, Roosevelt, la invita a una fiesta en la Casa Blanca, y le regala una chaqueta bolera con incrustaciones de brillantes.

Aparece en la portada de la revista Life y es admirada por los más famosos astros del cine y el arte norteamericanos.

Desde 1942 se convierte en una de las principales atracciones de Hollywood, donde interpreta una versión de El amor brujo de Falla, en el Auditorio Bowl, ante veinte mil personas con la Orquesta Filarmónica.

Interviene así mismo en un gran número de películas, entre ellas Sueños de Gloria, Piernas de plata, Vea a mi abogado, Carmen Amaya y sus muchachos, Las amarguras de un torero, El sombrero de Paraná y Sigan al chico, realizando igualmente sus primeras grabaciones discográficas.

Vuelve a Europa y se presenta en el Teatro de los Campos Elíseos de París, para hacerlo también en Londres y en teatros holandeses, desde donde pasa a Méjico y después otra vez a Nueva York y Londres, para seguir por Sudáfrica y Argentina, retornando a Europa.

 

En 1947, reaparece en España, en el Teatro Madrid, con el espectáculo titulado Embrujo español.

Obtiene un resonante éxito en el Princes Theater londinense en 1948, y en su siguiente gira por América, recorre Argentina en 1950.

Al año siguiente vuelve a bailar en España, presentándose en el Teatro Tívolí de Barcelona, después de varias actuaciones en Roma.

Continúa actuando en Madrid, París, Londres, y diversas ciudades de Alemania, Italia y otros países europeos.

En Londres, la felicita la reina inglesa, y aparece en la prensa una fotografía con el siguiente texto: «Dos reinas frente a frente».

La Europa del norte, Francia, España, Estados Unidos, Méjico y América del Sur son los itinerarios que sigue con su elenco en los años siguientes.

En 1959, alcanza un gran triunfo en el Westminster Theatre de Londres y en el Teatro de La Zarzuela de Madrid, inaugurándose en Barcelona la Fuente de Carmen Amaya en medio del homenaje popular. Con este motivo celebra una función benéfica en el Palacio de la Música, que registró el mayor lleno de su historia.

Su última película fue Los Tarantos de Alfredo Mañas. Reclamada por los principales coliseos del mundo, desde 1960 a 1963, año de su muerte por afección renal, vuelve a realizar continuas giras por Europa y América, hasta que su enfermedad se lo impide estando en Gandía, tras haber bailado por última vez en Málaga.

Su fallecimiento constituyó una gran aflicción para todo el mundo Flamenco, siéndole otorgada la Medalla del Mérito Turístico de Barcelona, el Lazo de Isabel la Católica y el titulo de Hija Adoptiva de Bagur. Su entierro convocó a un gran número de gitanos de Cataluña y de distintos puntos de España y Francia. Enterrada en Bagur, donde vivió sus últimos días, sus restos descansan actualmente en Santander, en el panteón de la familia de su marido.

A los tres años de su defunción, en 1966, se inauguró su monumento en el Parque de Montjuic de Barcelona, y en Buenos Aires le fue dedicada una calle, mientras que en Madrid, en el Tablao Los Califas, se le tributó un homenaje en el que intervinieron entre otros artistas Lucero Tena, Mariquilla y Félix de Utrera.

También en 1970, se le ofreció un homenaje en Llafranch (Gerona).

 

La personalidad de Carmen Amaya, artista que gozó en vida de la admiración general y entusiasta de todos sus compañeros de arte, ha sido glosada por diversos críticos, flamencólogos y escritores, así como exaltada por los poetas, entre ellos Fernando Quiñones, autor del poema Soneto y letras en vivo para Carmen Amaya. De estos comentarios transcribimos una selección: Vicente Marrero: «En Carmen Amaya puede verse la asombrosa convicción con que a veces suele danzar. Gitanilla desgarbada, flaca, menuda, casi incorpórea, morena, con cara de ídolo trágico y remoto, pómulos asiáticos, de ojos largos cargados de presagios, brazos retorcidos, nerviosa desgreñada como un bicho malo, mimbreña y violenta. Con su repajolera gracia gitana, no es sólo una millonaria más de Norteamérica, sino una de nuestras grandes bailarinas, que ha acertado, pese a algunos efectos no siempre de buen gusto, con el secreto de la danza y su baile no puede explicarse a la luz de ninguna técnica Nació con el baile dentro, un baile hecho de oro añejo. Carmen Amaya, que éste es su nombre, no es una mujer diferente en cada uno de sus bailes, como suele suceder con otras grandes figuras de la danza, es la misma siempre, y no se ha propuesto otra cosa. La ficción no pertenece a su arte. No es bailarina, es bailaora. Con su arte de ámbito reducido, de valoración personal más que escénica, ha sabido imponerse en todos los países, donde ha conquistado admiradores frenéticos. Caso asombroso si pensamos que con bastante frecuencia el baile flamenco es un baile vedado a los mismos españoles, sobre todo en algunas regiones de la península… En los bailes de Carmen Amaya se ha querido ver con exageración un carácter morboso, truculentamente patético, con correspondencia a una moda mundial que desorbita los sentimientos clásicos. No alcanza ese juicio desacertado el secreto de su éxito y no es del caso refutarlo. Es verdad que Carmen Amaya prodiga el nervio y la velocidad, es más, se ha criticado que no usa ni siente la majestad ni el quietismo tan característicos de las bailaoras en contraste necesario con el vértigo que llega a su tiempo, en el que ella -dicen los que la critican- con tanto aire y voltaje, evapora la esencia misma del flamenco.

Superficial y desconsideradamente, ha llegado a considerársele como a la fuerza ciega, en bruto, irreflexiva, inclinada a efectismos, el tipismo de relumbrón que se doblega a fáciles exigencias. Pero Carmen Amaya no es una intuitiva o una seudobailaora sin cánones, que improvisa, con un cuerpo de centavo, sabiduría y salero. Dotada como la más, conserva la arquitectura cañí de sus bailes, que nunca podrían ser sus imitadoras- una maestra cuando quiere bailar según las reglas del baile flamenco, en el que hay dos suertes bien distintas: el parado y el furioso.

La aparición de Carmen Amaya, su éxito extraordinario, surtió su efecto en un momento cuando la danza española parecía adormecerse en un manierismo que estéticamente no iba más allá del buen gusto. Algunos críticos franceses lo han explicado como retorno a la violencia. Su explicación, posiblemente, es más elemental. Se trata de un retorno a la fuerza originariamente tensora del baile. Baile, el suyo con la virtud que de un modo particular escondían los palillos de la Argentina, virtud de hacer cavilar hasta las fronteras mismas de lo misterioso.

No importa que la veamos una y otra vez. Siempre sorprende. No se sabe lo que quiere. No se sabe muchas veces adónde va. Y cuando nos damos cuenta de ello, lo notamos como se nota el relámpago en su súbito zigzag, cargado con toda la electricidad de la naturaleza.

Sebastián Gasch: «De pronto un brinco, y la gitanilla bailaba. Lo indescriptible. Alma. Alma pura. El sentimiento hecho carne. El tablao vibraba con inaudita brutalidad e increíble precisión. La Capitana era un producto bruto de la Naturaleza. Como todos los gitanos, ya debía haber nacido bailando. Era la anti escuela, la antiacadémica. Todo cuanto sabía ya debía saberlo al nacer. Prontamente, sentíase subyugado, trastornado, dominado el espectador por la enérgica convicción del rostro de La Capitana, por sus feroces dislocaciones de caderas, por la bravura de sus piruetas y la fiereza de sus vueltas quebradas, cuyo ardor animal corría pareja con la pasmosa exactitud con que las ejecutaba.

Todavía están registrados en nuestra memoria cual placas indelebles la rabiosa batería de sus tacones y el juego inconstante de sus brazos, que se levantaban excitados, ora desplomábanse, rendidos, abandonados, muertos, suavemente movidos por los hombros. Lo que más honda impresión nos causaba al verla bailar era su nervio, que la crispaba en dramáticas contorsiones, su sangre, su violencia, su salvaje impetuosidad de bailaora de casta».

Alfredo Mañas: «Ante Carmen, ante su baile, los gitanos guardan un silencio respetuoso que, rápidamente, se convierte en una catarata de alabanzas desorbitadas, sin medida. Y las alabanzas dejan paso al orgullo que justifica y exalta la raza».

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